El misterioso asesinato del otoño

Se acercan las fechas de fingir que se quiere, beber de más, echar de menos. Es tiempo de usar gorros por la calle, de cantar villancicos en la ducha, de taparte con las mantas para echar un polvo. Miro hacia lo alto, las ramas de los árboles del Paseo de la Castellana no evitan que los copos de nieve toquen el suelo porque durante estos últimos años en Madrid se ha recortado hasta en la nieve. Quiero creer que este año nevará fuerte, habrá un manto blanco de polvo virgen que pisaré indolente, desde la Plaza de Santa Ana hasta los aledaños del Retiro, porque cuando todo está nevado hay que pasear la sonrisa de niño que emerge de la posibilidad de tirarle una bola de nieve a alguien, tirar una bola de nieve es la sofisticación adulta de levantar la falda de la niña que te gustaba en el colegio.

Merezco la nieve porque todos los años, de una u otra forma, somos menos que el anterior. No puedes evitar lo inexorable pero te  consuelas pensando en que si sumas a alguien nuevo en tu vida  estás haciendo algo bien. Además, una buena capa de hielo hace que todo el mundo se iguale como ser humano, al andar sobre hielo todos parecemos  borrachos con lumbalgia. Me apetece la nieve que se puede ver desde casa con una chimenea crepitando como fiel compañera, el fuego será mi John Watson y yo, cual Sherlock Holmes con jersey navideño, resolveré el misterioso asesinato del otoño.

Me gusta que los fenómenos meteorológicos se adapten a mi estado de ánimo, de normal caótico. Leo la prensa y no entiendo ni siquiera el baile entre directores de periódicos, miro la televisión y no sé si estoy viendo las noticias o un reality; he llegado a un punto  en el que, a veces, no me siento mejor que los demás: me siento otra cosa diferente. Por suerte esa sensación se diluye cuando espero que nieve, cuando pienso en despertarme pronto el 25 de diciembre, empachado y con resaca, para salir a la calle y ver que la gente puede sentirse más feliz porque es un día concreto del calendario. Y pensar en el padre que no está o cenar con gente con la que no te apetece ni hablar son la contrapartida de ver la cara de tu hijo al que has engañado para que piense que los Reyes Magos le han dejado los regalos junto al árbol.

Es 10 de diciembre de 2014 y ya estoy aterrorizado con lo que nos pueda deparar 2015, los hombres de verdad sienten miedo pero lo sobrellevan como pueden. Propongo disfrutar de la nieve cuando caiga, ya decidiremos qué hacer después.

Vulcanianos y jedis

Cuesta hacerse a la idea de que todo lo que planeaste era mentira, de que tu vida difícilmente será una canción de Bob Dylan, de que la realidad huye de los sueños como la caballerosidad de un campo de fútbol. Heidegger hablaba de Beckenbauer como si se estuviese refiriendo de un catedrático de Tubinga pero en mi época de estudiante jugué al rugby y aprendí una máxima que ayuda a entender muchas cosas: «el fútbol es un deporte de caballeros jugado por animales, el rugby es un deporte de animales jugado por caballeros».
Cuando era un niño las victorias consistían en inmovilizar al rival en el suelo después de una pelea, las derrotas en que algún chaval mayor te doblara el brazo y te condenara a la vergüenza con un lapidario «¿te rindes?».
Mientras los bárbaros  se dan de hostias en un puente sobre el río Manzanares los hombres de verdad nos limpiamos las gafas con el final de la corbata, como Smiley, viendo repetido el vídeo en el que tiran a un hombre al río después de darle una paliza de muerte; esa grabación es la sentencia definitiva que confirma la existencia de un club de la lucha en nuestra sociedad donde se cumple la primera regla del club de la lucha: no hablar del club de la lucha. Aquí son aficiones, hinchas, ultras, fascistas, antifascistas, Frente Atlético, Riazor Blues, el otro y el de la moto. El fútbol  puede ser la excusa  para que estúpidos irresponsables defiendan la existencia de un código en su comportamiento animal, pero a nadie se le escapa que, hasta la fecha, no ha habido ningún duelo fatal entre vulcanianos y jedis.